domingo, 25 de noviembre de 2007

Sin techo y mendigos

ALBERTO REIGADA CAMPOAMOR

Hoy se celebra el día de los «sin techo». Una realidad lacerante que nos provoca cuando paseando por la calle nos encontramos con mendigos que, bajo formas distintas, apelan a nuestra generosidad. Unos se sitúan en las puertas de los templos, otros exhiben carteles, con muchas faltas de ortografía, en los que indican sus múltiples carencias que provoquen detrás del sentimiento compasivo la dádiva generosa del paseante de turno.

Ante toda esta realidad me han pedido que escriba, de nuevo, para recordar criterios y modos de actuar ante estas situaciones. Ningún día mejor que esta jornada de los sin techo para actualizar algunas pautas de acción.

Las actitudes en torno al problema de la mendicidad son controvertidas. Además, suelen ir acompañadas de un conflicto interior que no deja satisfecho a nadie desde cualquier postura que se tome. Y, además, en caso de duda se soluciona con un acto reflejo, el más sencillo y menos problemático, que es llevar la mano al bolso y darle una moneda que tranquilice la conciencia, me descargue de mi responsabilidad y me evite cualquier reacción violenta si no accedo a los deseos del que solicita la ayuda.

Ante estos hechos, las autoridades públicas apenas intervienen, miran para otro lado y se ponen a «silbar». No aplican aquello que la legislación determina, que llevaría consigo atarearse en otra dirección de trabajo social. Otras veces le pasan la situación a alguna ONG que gestione sus recursos y le pueda dar salida a sus problemas, y de este modo sus manos están limpias y con decir que ya dan tantos miles de euros a tal o cual entidad solidaria ya les basta. Cuando hay vecinos-votantes que se quejan de determinadas situaciones que provocan inseguridad o suciedad en las puertas de sus hogares, sólo aplican las medidas policiales, «barriendo» de una plaza a otra el problema, pero sin resolver la situación, sólo cambiando su ubicación, para que sea más grato el paseo de los pacíficos ciudadanos. La respuesta policial no resuelve el problema, sólo lo distrae, lo distancia o lo penaliza.

Es preciso terminar con la mendicidad. La mendicidad degrada al que la practica, mantiene al transeúnte en su situación y en la rutina de seguir pidiendo, genera dependencia, pasividad y ahonda las diferencias entre los ciudadanos. Dar limosna callejera favorece el aumento de las personas que se dedican a pedir, incita a ganar dinero fácil, fomenta la existencia de profesionales de la mendicidad con disputas por los «mejores puestos» y, lo que es más importante, resta eficacia a los programas de servicios sociales, ya que en la calle consiguen más dinero, sin tener que realizar ningún esfuerzo, ni comprometerse en programas de inserción social.

La obligación de compartir nuestros bienes con los más necesitados no es sólo una exigencia evangélica del mandamiento del amor fraterno. El comunicar nuestros bienes es una demanda de la justicia, pues no es justo que mientras unos nadan en la abundancia otros estén pasando necesidad, ya que todos los bienes y sus beneficios están para bien y utilidad de todos.

Pero esta solidaridad no se puede ejercer con un limosneo callejero, que ha ridiculizado el concepto de caridad y cuyo sentido más profundo es necesario reivindicar, sino con una acción social coordinada, que eleve la dignidad de los marginados, que luche contra las causas que producen esas desigualdades y que realice procesos personales y sociales de desarrollo y promoción de la persona; en definitiva, un trabajo por la inserción social.

Entonces, ¿qué hacemos?, suele ser la pregunta habitual cuando salen a conversación estos temas. No podemos marcar el comportamiento ni las acciones de cada uno, que tendrá que actuar de acuerdo con sus convicciones, pero sí podemos dar algunos criterios que pueden servir para crear opinión al conjunto de los ciudadanos.

Es necesario abandonar la práctica de la limosna callejera individual con cualquier mendigo que encontremos en la calle. Es deseable y preferible que ese dinero se entregue a las organizaciones que realizan un trabajo social dignificador. Debemos favorecer y colaborar como voluntariado en estas organizaciones sociales e informar de los servicios concretos ya existentes y sus direcciones. Y, por último, hay que exigir a la Administración pública, obligada por preceptos legales, la tarea de solucionar el problema de la mendicidad, cuyas raíces están en la injusta organización social en la que vivimos.

Alberto Reigada Campoamor es párroco de San Francisco Javier de la Tenderina (Oviedo).

Fuente :Lne
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